lunes, 8 de junio de 2015

Literatura

Obra de Teatro "El Sumo Narrador I", del Arte ensamble Producciones; nos visita el jueves 25 de junio. Les acercamos los textos para que vayamos conociéndolos.

¡Que los disfruten!

Prof. Lezcano Maximiliano, Prof. Scarpelli Paola y Prof. Martínez Nazarena.



MÁSCARAS

No me gustan las máscaras exóticas
Ni siquiera me gustan las más caras
Ni las máscaras sueltas ni las desprevenidas
Ni las amordazadas ni las escandalosas

No me gustan y nunca me gustaron
Ni las del carnaval ni las de los tribunos
Ni las de la verbena ni las del santoral
Ni las de la apariencia ni las de la retórica

Me gusta la indefensa gente que da la cara
Y le ofrece al contiguo su mueca más sincera
Y llora con su pobre cansancio imaginario
Y mira con sus ojos de coraje o de miedo

Me gustan los que sueñan sin careta
Y no tienen pudor de sus tiernas arrugas
Y si en la noche miran / miran con todo el cuerpo
Y cuando besan / besan con sus labios de siempre

Las mascaras no sirven como segundo rostro
No sudan / no se azoran / jamás se ruborizan
Sus mejillas No ostentan lágrimas de entusiasmo
Y el mentón no les tiembla de soberbio o de olvido

¿Quién puede enamorarse de una faz delegada?
No hay piel falsa que supla la piel de la lascivia
Las máscaras alegres no curan la tristeza
No me gustan las máscaras he dicho

Mario Benedetti
La vida ese paréntesis

 

EL MUNDO

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló---. Un montón de gente, un mar de Fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Eduardo Galeano
El libro de los abrazos

EL HOMBRE DE LA CAMISETA CALADA

            Yo lo llamaría el Guardián del Umbral. Cierto es que los que se dedican a las ciencias ocultas entienden por Guardián del Umbral a un fantasma recio y terribilísimo que se le aparece en el plano astral al estudiante que quiere conocer los misterios del más allá. Pero mi guardián del umbral tiene otra catadura, otros modales, otro “savoir faire”.
¿Quién no lo ha visto?. ¿Cuál es el ciego mortal que no lo ha advertido al guardián del umbral, al hombre de la camiseta calada? ¿Dónde pernocta el ciego mortal que no ha notado todavía al ciudadano que plancha el umbral, para que yo se lo muestre vivo y coleando?.
Es uno de los infinitos matices ornamentales de nuestra ciudad; es el hombre de la camiseta calada . Dios hizo a la planchadora, y en cuanto la planchadora salió de entre sus manos divinas con una  cesta bajo el brazo, Dios, diligente y sabio, fabricó, a continuación, al guardián del  umbral,  al hombre de la camiseta calada.
Porque todos los legítimos esposos de las planchadoras usan camisetas caladas. Y no trabajan. Cierto es que buscan trabajo. Y que ellas se acostumbran a que él trabaje en el trabajo de buscar trabajo: pero el caso es este. Usan camiseta calada, y hacen la guardia en el umbral.
¿Quién no lo ha visto pasar?.
¿Cuándo aparecerá el  Charles Lous Phillie  que describa nuestro arrabal tal cual es! ¡_Cuándo aparecerá  el Quevedo de nuestras costumbres, el Mateo Alemán de nuestra picardía, el Hurtado de Mendoza de nuestra vagancia!
La planchadora se casó con el hombre de la camiseta calada cuando era joven y linda.  Labio como flor de granada y trenza abundosa. Bajo el brazo la cesta envuelta en media sábana.
Él también era un guapo mozo. Tocaba la guitarra que era un primor. Vivían en el conventillo. El mozo pensó bien antes de decidirse: La madre de la muchacha tenía el taller. Pensó tan bien que después de un amorío con guitarra y versitos del extinto  Picaflor Porteño, se casaron como dios manda. Hubo baile, felicitaciones, regalos de bazar, y la “vieja” enjugó una lágrima.
Cierto es que el muchacho no es malo, pero le gusta tan poco trabajar... Y las viejas que hacían círculo en torno de la damnificada comentaron:
¡Qué se le va a hacer, señora!. Los jóvenes de hoy son así...
Y sí, son tan así que a la semana de haberse casado, el hombre de la camiseta calada  empezó a alegar   y luego se espetó a la suegra:   y la vieja, que se moría por lo del abolengo, porque había sido cocinera de un general de las campañas del desierto, le aceptó, refunfuñando al principio, y así, un día y otro, el hombre de la camiseta calada  le fue esquivando el cuerpo al trabajo, y cuando se acordaron madre e hija ya era tarde; él se había apoderado del umbral. ¿Quién lo sacaría de allí?
Había tomado jurídica y prácticamente posesión del umbral. Se había convertido automáticamente en guardián del umbral.
Mañana tras mañana. Crepúsculo tras crepúsculo ¡Qué linda vida la de ese ciudadano!
Se levanta por la mañana tempranito y le ceba un mate a la damnificada, diciéndole:   Luego de haber mateado a gusto, y cuando él solicito se levanta, va al almacén de la esquina a  tomar una cañita, y de allí tonificado el cuerpo y entonada el alma, toma otros mates, pulula por el taller de lavado y planchado para saludar a las “oficiales”,  y más tarde se planta en el umbral.
                A la tarde duerme su siestecita, mientras su legítima esposa se desloma en la plancha. Y bien descansado, lustroso, se levanta a las cuatro, toma otros mates y vuelta al umbral, a sentarse, a mirar pasar la gente y a darse esos interminables baños de vagancia que lo hacen cada vez más silencioso y filosófico.
Porque el hombre de la camiseta calada es filósofo. Bien lo dice su mujer:
- Tiene una cabeza... pero... – Ese “pero” lo dice todo. Nuestro filosofante es el Sócrates del barrio. Él es el que interviene cuando se producen esos líos descomunales; él es quien consuela al marido burlado  él es quien convence a un calabrés de que no cometa un homicidio complicado con el agravante del filicidio; él es quien, en presencia de una desgracia, exclama siempre patéticamente
Habla poco y sesudamente. Tiene la sabiduría de la vida y la sapiencia que concede la vagancia contumaz y alevosa, y por eso es en todo barrio, con su camiseta calada y su guardia en el umbral, el matiz más pintoresco de nuestra urbe.

Aguafuertes Porteñas
Roberto Arlt


EL POZO

Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple.
Toda una historia trágica. Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel.

Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, sólo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.
Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz.
Unas voces  pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una vez, la tierra insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo, un mundo insospechado de energías nacía a cada paso; y como por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.
Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante de él la forma de un Aguaribay como cosa irreal...
Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito. El infeliz comprendió: hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle la frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.
Ahora todo el pago conoce el pozo maldito, y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.

Ricardo Güiraldes
Cuentos de muerte y de sangre




EL CAUTIVO

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios.   Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron  al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.

Jorge Luis Borges
El Hacerdor

NO SE CULPE A NADIE

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóver, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta.  De un tirón  se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque  se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse, siente que la mano avanza  apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara, aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó  la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el  cuello del pulóver. Si fuese así, su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su  mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra sigue apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha no estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente.
Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la  colocación de una  prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas.
Quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiera abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos  y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera de pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y se ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelta y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Julio Cortázar
Final del Fuego


LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaldes y estragó los reinos de Babilonia con tal venturosa fortuna que derribó sus castillos rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey.  Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevo al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡OH rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!”, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.


Jorge Luis Borges



INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA


Nadie  habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y  respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente a la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esa forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Julio Cortázar
Historias de cronopios y famas



OBDULIO VARELA

EI.26 de julio de1950, en el estadio Maracaná de Río de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez, Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían goles. Este modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán -y mucho más- de ese equipo joven que empezaba a desesperarse y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres rninutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido -y el rival- fuera otro. Hubo un intérprete, una estirada charla --algo tediosa- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo. Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar aun rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.

Osvaldo Soriano
Artistas, locos y criminales




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